Bajo el nuevo mandatario, estas bandas no reciben el tratamiento de pandilleros. Organizaciones, desde la MS13 hasta la M18, que no solo modificaron la estructura del delito en Centroamérica sino que además, cambiaron la construcción de la subjetividad social
El universo marero es apasionante y atrapante. Desolador cuando se asiste a que en primera instancia son emergentes de la pobreza y la marginalidad, y revelador cuando se observa una mutación en la que se encuentran mareros al interior de los grandes grupos económico/empresariales. De hecho, los mareros del siglo veintiuno ya no se tatúan porque el tatuaje es la revelación visible ante las fuerzas de seguridad.
Etiquetados, estigmatizados y distorsionados en sus funciones dentro de la sociedad y el movimiento criminal, pandilleros y mareros fueron tomados como un mismo actor social en el tiempo cuando en realidad, con el paso del mismo, algunos quedaron como pandilleros y otros, mutaron a mareros.
La falta de trabajo de campo, de reconocimiento del mundo mara, y de políticas de integcración para quienes ya no tenían intenciones de integrarse a la formalidad de la vida en sociedad, fueron claves para la voraz evolución de las maras en alianzas con organizaciones criminales asentadas, respetadas y reconocidas.
Las maras, desde la MS13 hasta la M18, se desdoblaron en múltiples esquemas que Bukele conoce y reconoce. Las señas y los tatuajes son algunas de las formas en las que los mareros diagraman y diagramaron las operaciones criminales externas e internas.
Cada tatuaje es un símbolo. En su cuerpo llevan escrita su historia. Una especie de pergamino de emociones y acciones. Desde la llegada a la pandilla, las pruebas, la aceptación, el sentimiento de pertenencia y la mutación a maras.
Pasaron de los delitos comunes, a ser grandes empresas delictivas.
En la calle aprendieron a vivir, a morir pero también, a escalar en el afán por sobrevivir dentro de un mundo que les ofrecía poder. Un poder que se hizo culto en cada una de las sepulturas que tienen marcadas en sus cuerpos por los muertos que tienen en su haber, y por cada una de las lágrimas del “homie” que perdieron en el camino.
Sangre salvadoreña con impronta palestina
El Salvador es el primer país de la región centroamericana que elige a un presidente que desde que asumió, abordó la problemática del crimen organizado con las distinciones que la realidad imponía. Así es que las pandillas no son tomadas como maras, y las maras no son tomadas como pandillas.
De hecho, las maras, son organizaciones criminales que utilizaron la palabra mara desde que se iniciaron pero que le hicieron honor a la misma cuando comenzaron a operar junto al narcotráfico, y en algunos casos, junto al terrorismo. O alrededor de la guerrilla.
Al consolidarse como grupos de poder, las maras pudieron arrasar con todo lo que encontraban a su paso. Desde rivales hasta inocentes, arrastraron a la sociedad salvadoreña a una involución tal en donde el universo de significados y la composición barrial cambió significativamente. La inseguridad estaba instalada y declarada como modelo de país.
En fusión, y con todos los valores agregados que narcotraficantes y terroristas les proporcionaron, las maras construyeron una identidad mafiosa hasta convertirse en un brazo armado más del crimen organizado. Una identidad que trasciende el barrio pero no la pertenencia al grupo y que les permite, por acumulación de poder, desprenderse y enfrentarse.
Nayib Bukele, de todo el Triángulo Mara Norte (Honduras, Guatemala, El Salvador), es el primer mandatario que vino a darle a las maras tratamiento de criminales. Sin medidas complacientes. Tal vez, más estrictas y duras de las que su electorado esperaba. Un electorado que lo apoyó para que no tenga que ir a segunda vuelta con el 53.10% de los votos.
Con 38 años, asumió la presidencia el 1 de junio de 2019, y desde ese día no dejó de ser noticia. En los primeros meses, hizo de Twitter su medio de comunicación de cercanía. Desde allí, como si fuese un paso de comedia, daba órdenes a sus funcionarios, los felicitaba y también los reprendía. Utilizó la red social para publicar despidos y en algún momento, para realizar tiernas manifestaciones de amor a su esposa. O bien, para comunicar el nacimiento de su hija asemejándose a un ser con sentimientos.
Joven, audaz y con una metodología contra las maras que revela qué sabe a lo que se enfrenta, Bukele no le tema a las críticas y muestra, sin simulacros, métodos hasta el momento nunca vistos que son claramente reprobados por las organizaciones de derechos humanos locales y por la CIDH.
Son maras, son criminales
A menos de un año de asumir, Bukele, no sólo tuvo que hacerse cargo de la realidad que conocía, sino que además, como en el mundo, tuvo que enfrentar la pandemia desatada por el COVID-19 con una infraestructura sanitaria precaria y un sistema de salud prácticamente abandonado.
El Salvador es un país envuelto de pobreza estructural y violencia. Dos variables, en algunos casos entrelazada y en otros casos, por supuesto que no. Sin embargo, es la violencia el capital cultural que paulatinamente fueron instalando las maras. Porque mientras que se las trataba como pandillas, las mismas crecían como maras en las líneas de la criminal.
Entre pactos, fusiones, alianzas y trabajos por encargo, las pandillas comenzaron a hacerle honor a su nombre al arrasar con todo lo que se proponían y encomendaban. Incluso, lograron formar un sicariato. Se trata de los conocidos “Chuchos”. Sicarios que se encuentran dentro y fuera de las cárceles, respondiendo a las órdenes de los líderes de la MS-13 y la M18.
Hasta la llegada de Bukele al poder, todos los planes “contra las maras” solo tuvieron un efecto paradojal. El crecimiento sistemático de las mismas se dio a través de un poderío tentacular que le permitió armar un dispositivo de clicas más allá del triángulo norte.
Tolerancia Cero, Ley Anti Maras, Mano Dura, Plan Azul y otros experimentos al respecto, estaban dirigidos fundamentalmente a los pandilleros.
Los mareros, perversos espectadores de la confusión y la teoría, celebraban la ignorancia que les permitía crecer, evolucionar y desarrollarse. Así es que holgados en sus acciones, confeccionaron una cadena de mandos y comandos.
Con un un cocimiento indiscutido de la realidad, y sabiendo que las maras hace tiempo forman parte de la criminalidad organizada mundial, el equipo de Bukele trazó el Plan de Control Territorial luego de un exhaustivo trabajo de campo para realizar una ocupación estratégica de disuasión.
Maras en tiempos de COVID-19
Por primera vez, después de mucho tiempo, fuentes salvadoreñas relatan y trafican aún más, subterráneamente, que las Fuerzas Armadas del país, así como la Policía Nacional Civil, sienten el apoyo de un presidente para poder combatir la extorsión, el narcomenudeo y la criminalidad instalada por las maras en el país.
En una puja con la oposición, el gobierno de El Salvador que está más a la derecha que la derecha misma, incorporó a 1.400 soldados al plan de seguridad antes mencionado.
La oposición salvadoreña es meramente crítica pero no constructiva. Es la misma oposición que asistió, sin más, a observar la evolución de las maras y la cosecha de cadáveres que las mismas dejaban en los grandes centros urbanos, en las afueras y en las cárceles.
Han sido, las cárceles, un claro reflejo del fracaso del servicio penitenciario en toda la región. Desde las mismas, los mareros de las diversas bandas digitan los crímenes exteriores y las revueltas interiores.
En los últimos días, en medio de la pandemia, aumentaron los crímenes que estaban relativamente controlados. El Aislamiento Obligatorio entrecruzó una serie de variables que volvían a mostrar la miserabilidad del delito, así como la marginalidad candente.
Reclamos de la prostitución olvidada, contención de saqueos, abstinencia de consumo de estupefacientes, operativos anti drogas en medio del caos, pobreza estructural con escasos continentes, y hambre. Una serie de realidades funcionales al oportunismo de pandilleros y mareros en sus diversos radios de operatividad, volvieron a llenar de sangre las calles de El Salvador.
La respuesta gubernamental no se hizo esperar. Un Bukele en sus máximos niveles de controversia, decretó el estado de emergencia carcelario, ya que parte de la sangre derramada desde allí se había pergeñado.
El escándalo que trascendió los muros, es casi cinematográfico. Cientos de mareros en el patio de un penal, algunos con y con otros sin barbijos, se encontraban sentados en ropa interior. Con el torso desnudo. Sometidos como pocas veces se los vio. O tal vez, como nunca se los haya visto.
El recrudecimiento de los homicidios que Bukele bajo su plan, creía tener contenido, le mostró que las maras seguían manejando la telaraña del poder. La mugre. La “bemba”, en algunos casos, como podría llamarla el filósofo y sociólogo Emilio De Ípola.
No obstante, la revuelta y la masacre no serían motivos suficientes para cambiar el eje gubernamental. Por el contrario, el mandatario endureció más aún las medidas que crispan a los defensores derechos humanos. Medidas, que desde otros lugares, miran absortos. Es que Bukele, implícitamente, está desafiando la reacción guatemalteca y hondureña. Ocurre, que los tres países, deberían acordar políticas de lucha.
El gobierno salvadoreño autorizó así el empleo de la fuerza letal a las fuerzas de seguridad para: la defensa personal y la defensa de los salvadoreños. Al mismo, tiempo, Bukele, asumió la peligrosa decisión de entremezclar facciones de la MS13 y la M18 en una misma celda. En un mismo pabellón. Una mezcla que tiene antecedentes bárbaros en el pasado oscuro centroamericano en relación a las maras.
Otra de las medidas tomadas tras los muros tiene que ver con el sellamiento de las celdas en las que se encuentran los mareros. No solo no tendrán una visual de los pabellones, tampoco podrán manejarse con el lenguaje de señas que tanto utilizan.
Un festín para un análisis de Foucault, horas de tratamiento y de presentaciones para los organismos de derechos humanos, y un recorte de las libertades parciales individuales de las maras, para llevarlas a su mínima expresión.